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Y, ¿por qué no hablar de la muerte? Si la conozco íntimamente, si me topo con ella todas las mañanas, a veces compasiva otras de muy mal humor. Es la única certidumbre en nuestras vidas, lo único estable e inmutable. Escribo de ella con la propiedad que me da mi profesión de médico. Escribo de ella porque ha sido mi compañera a través de muchos años de trabajo. Tenemos una competencia amistosa; a veces me deja ganar la partida para que no me desanime por completo. Otras, las más, se sale con la suya, sin darme tiempo siquiera a pedirle cuentas. Quizás no exactamente como pintar las historias pero eso no importa. A través de mi memoria o la de otros, están allí, alerta, esperando unas cuantas líneas que lleven humedad de lágrimas a su purgatorio. Allá me esperan el viejo Vicente con su secreto, Fosforito, Lin-Wan y su pedazo de historia, Tati Tachú con los misterios y los otros conocidos míos que me honran con sus memorias. Como el poeta Miguel Otero Silva, la muerte que yo canto no es flor de cementerio; la muerte que yo canto es esperanza, siempre fiel y puntual. La cara que muestra a los cobardes no es su verdadera faz porque la muerte tiene dos caras